Suenan tres pitidos largos. Ahogados. La batalla ha terminado. Relajas los músculos. Desenchufas tu cabeza. Te sacas el protector bucal y buscas sin suerte oxígeno en tus pulmones. Paseas la lengua por tus labios. Aciertas a chocar la mano del rival que hace diez segundos pretendía despedazarte sin poder levantar la mirada de tus botas embarradas.
El adversario muta en compañero. El 8 que te ha pasado como una locomotora por encima a la salida de un scrum, te ofrece la mejor de sus sonrisas. El centro que te ha pisado limpiando el ruck, te guiña con complicidad. Es el momento íntimo en el que uno evalúa si lo ha dejado todo en el campo. Si ha alcanzado su umbral agónico. Entonces alguien pregunta cómo ha terminado el partido. Pocos jugadores saben el resultado al concluir un partido de rugby. Cuando cada pelota es la última y cada placaje es decisivo, el marcador incumbe menos. Alguien dice que habéis ganado. No hay euforia. Sólo satisfacción.
Se cruza el árbitro, al que saludas con un movimiento de cabeza, aún sin resuello para articular palabra balbuceas "... señor". Y enfilas el camino hacia el costado del campo mientras los primeras liberan las cintas de sus castigadas muñecas, los segundas ventilan sus maltrechas orejas y los tres cuartos desentablillan sus dedos. El cuerpo sigue entumecido por los golpes, las cervicales tensan el andar de los más castigados y vuelan las botellas de agua.
Van bajando las pulsaciones. Los pulmones te dan algo de tregua. Comienzan las confidencias mientras los ganadores se van situando unos frente a otros para formar un pasillo por el que sus rivales desfilarán antes de colocarse inmediatamente tras ellos para completar otra liturgia rugbera. Arrancan los aplausos y el capitán del equipo que no ha ganado lidera la manada. Es entonces cuando de la boca de cada jugador surge una sola palabra dedicada al adversario: “¡GRACIAS!”. Quizás por darlo todo en cada pelota, por no bajar los brazos tras encajar un ensayo, por creer en cada balón, por respetar los códigos, por no meter las manos en los rucks, por exigirnos tanto, por no golpear por encima del cuello, por cobrar tan caro cada metro, por la lealtad al juego, por convertir en campo en un campo de batalla durante 80 minutos, por seguir jugando al rugby año tras año por más que el cuerpo se queje…
No hay felicitaciones para el ganador ni consuelo para el perdedor. Hay un GRACIAS sobrio que lo resume todo. Sin resignación. Sin revancha. Un agradecimiento que concluye con un aplauso sincero de los gladiadores a la grada, familiares y amigos con quienes comparten la fe en el rugby.
Y después de reunirse con los compañeros en un círculo en el que se desnudan las mentiras del campo, llega la edificante ducha en la que uno descubre golpes, cortes y pisotones que en el fragor de la batalla no se hacían notar. Media hora después, una vez recogido el vestuario, es la hora del Tercer Tiempo, la consagración del rugby en forma de cerveza. Pero esa es otra historia.
Vía: Eurosport